El cristianismo y las mujeres
Publicado por Europa Laica
El cristianismo y las mujeres
La igualdad entre hombres y mujeres es un reto político, social y económico todavía en el siglo XXI. E, históricamente, es una aspiración muy reciente. Hasta bien entrada la modernidad, la aspiración a la efectiva igualdad entre mujeres y hombres ni siquiera se planteaba más allá de algunas excepciones. Hasta el siglo XIX con las sufragistas, y posteriormente con el feminismo como teoría y movimiento social, no puede hablarse propiamente de ningún intento en ese sentido más allá de antecedentes aislados, aunque ciertamente loables y admirables por su atrevimiento en unas épocas de fuerte patriarcalismo y machismo puro y duro.
Todas las religiones han contribuido de una forma u otra a ese patriarcalismo y sumisión de las mujeres a los hombres. Y especialmente las religiones cristianas. Ya desde el principio de la Biblia, el Génesis nos muestra una perspectiva de las mujeres en clara inferioridad y supeditación al varón. En el primer capítulo leemos: “Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó” (Génesis 1, 27). Este versículo, aparentemente igualitario, queda desdicho justo después, en el capítulo 2, cuando se detalla cómo fue esa creación.
“Entonces Jehová Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente (…) Y dijo Jehová Dios: No es bueno que el hombre esté solo; le haré ayuda idónea para él. Jehová Dios formó, pues, de la tierra toda bestia del campo, y toda ave de los cielos, y las trajo a Adán para que viese cómo las había de llamar; y todo lo que Adán llamó a los animales vivientes, ese es su nombre. Y puso Adán nombre a toda bestia y ave de los cielos y a todo ganado del campo; mas para Adán no se halló ayuda idónea para él. Entonces Jehová Dios hizo caer sueño profundo sobre Adán, y mientras éste dormía, tomó una de sus costillas, y cerró la carne en su lugar. Y de la costilla que Jehová Dios tomó del hombre, hizo una mujer, y la trajo al hombre” (Génesis 2, 7-22).
Como puede apreciarse, hay una prioridad del hombre sobre la mujer: Adán es creado primero y la mujer después, Adán es creado directamente por Dios mientras que la mujer es creada a partir del hombre (de una de sus costillas), y el motivo o razón para la creación de la mujer no es la mujer en sí, sino la soledad en la que se encontraba Adán, es decir, si Adán no se hubiera sentido solo, Dios no habría creado a la mujer.
En el siguiente capítulo se narra el mito del pecado original. En ese mito, es precisamente la mujer la que comete el pecado, y no el hombre: la serpiente tienta a la mujer para que desobedezca la orden divina de no comer del árbol de la ciencia del bien y del mal, y ella cede a la tentación y come. Después, es ella la que hace que Adán también coma y peque: “Y vio la mujer que el árbol era bueno para comer, y que era agradable a los ojos, y árbol codiciable para alcanzar la sabiduría; y tomó de su fruto, y comió; y dio también a su marido, el cual comió así como ella” (Génesis 3, 6). En este mito, como en tanto otros, como el de Pandora, la mujer aparece como origen del mal, como causa del pecado o tentación para pecar, una imagen que el cristianismo tendrá de la mujer como algo peligroso, fuente de pecado y de perdición. Cuando Dios descubre el pecado cometido, les castiga por ello, a cada uno de forma distinta:
“A la mujer dijo: Multiplicaré en gran manera los dolores en tus preñeces; con dolor darás a luz los hijos; y tu deseo será para tu marido, y él se enseñoreará de ti. Y al hombre dijo: Por cuanto obedeciste a la voz de tu mujer, y comiste del árbol de que te mandé diciendo: No comerás de él; maldita será la tierra por tu causa; con dolor comerás de ella todos los días de tu vida. Espinos y cardos te producirá, y comerás plantas del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y al polvo volverás. Y llamó Adán el nombre de su mujer, Eva, por cuanto ella era madre de todos los vivientes” (Génesis 3, 16-20).
Nótese las diferentes consecuencias del pecado para el hombre y la mujer (que a partir de ese momento pasa a llamarse Eva), y que sacralizan desde el origen una clara desigualdad y asimetría entre ambos. A la mujer la castiga a parir con dolor y a estar dominada por su marido, castigos que hoy día son fácilmente salvables gracias a la ciencia (a la anestesia epidural) y al feminismo (que lucha contra la sumisión de las mujeres a los hombres), lo que hace de la ciencia y del feminismo dos enemigos para los cristianos más fanáticos. Al hombre le condena a trabajar duramente para poder producir los alimentos y a morir con el paso del tiempo, dos castigos para los cuales la ciencia y la tecnología han conseguido minimizar en el primer caso y hacer más llevadero en el segundo (alargamiento de la esperanza de vida, aumento de la calidad de vida en los últimos años, cuidados geriátricos, etc.). El caso es que el mito bíblico legitima de este modo como natural, o de acuerdo a la voluntad divina, el papel doméstico y maternal de las mujeres, por un lado, y por el otro el rol del hombre como trabajador y sustentador económico del hogar. Se establece así una división sexual del trabajo que perdurará siglos y que dificultará la emancipación femenina a través del empleo, y relegará a las mujeres al ámbito privado del hogar, al cuidado de los hijos y a la función de criadas de su marido y objetos sexuales suyos. La familia tradicional y patriarcal queda aquí consagrada.
Podría objetarse que lo anterior solo es una interpretación pero que caben otras más progresistas e incluso feministas. Sin embargo, si bien es cierto que podrían hacerse otras interpretaciones en esos sentidos, habrá que reconocer que son más bien rebuscadas y que ajustan al texto con calzador. Pero, y lo que es más importante, que la interpretación que acabamos de hacer es precisamente la que han hecho tradicionalmente las iglesias cristianas y es además la que hace el mismísimo Pablo de Tarso en el Nuevo Testamento. De estos comentarios suyos sobre las viudas jóvenes puede deducirse su concepción de las mujeres:
“Pero viudas más jóvenes no admitas; porque cuando, impulsadas por sus deseos, se rebelan contra Cristo, quieren casarse, incurriendo así en condenación, por haber quebrantado su primera fe. Y también aprenden a ser ociosas, andando de casa en casa; y no solamente ociosas, sino también chismosas y entremetidas, hablando lo que no debieran. Quiero, pues, que las viudas jóvenes se casen, críen hijos, gobiernen su casa; que no den al adversario ninguna ocasión de maledicencia. Porque ya algunas se han apartado en pos de Satanás” (1 Timoteo 5, 11-15).
Pero mucho más significativos son estos mandatos que Pablo de Tarso da a Timoteo:
“Asimismo que las mujeres se atavíen de ropa decorosa, con pudor y modestia; no con peinado ostentoso, ni oro, ni perlas, ni vestidos costosos, sino con buenas obras, como corresponde a mujeres que profesan piedad. La mujer aprenda en silencio, con toda sujeción. Porque no permito a la mujer enseñar, ni ejercer dominio sobre el hombre, sino estar en silencio. Porque Adán fue formado primero, después Eva; y Adán no fue engañado, sino que la mujer, siendo engañada, incurrió en transgresión. Pero se salvará engendrando hijos, si permaneciere en fe, amor y santificación, con modestia” (1 Timoteo 2, 9-15).
Lo primero bastaría para comprobar la hipocresía de todas esas católicas que se visten de sus mejores galas y joyas para ver (y ser vistas) en primera fila las procesiones de semana santa, a veces con peineta incluida, pero lo segundo es sencillamente espantoso. Pablo de Tarso prohíbe la función directiva de la mujer sobre el hombre, ni tan siquiera que le rechiste. Y la justificación de tal barbaridad machista es precisamente la interpretación del mito que hemos expuesto: “Porque Adán fue formado primero, después Eva; y Adán no fue engañado, sino que la mujer, siendo engañada, incurrió en transgresión”. Y ya para rematar, Pablo de Tarso incide en el papel social de la mujer como madre paridora o máquina de proveer hijos para su marido: “se salvará engendrando hijos”. No hace falta decir que este texto del Nuevo Testamento está a la base del papel subordinado de la mujer respecto al hombre en las iglesias cristianas, en las que ellas no pueden acceder a los puestos de poder, reservados al hombre: los hombres pueden ser sacerdotes o pastores en la iglesia, pero las mujeres solo pueden, como mucho, barrer y fregar el templo.
En otro lugar, Pablo de Tarso habla de la conveniencia de que las mujeres vayan a la iglesia cubiertas con un velo, y de paso señala que los hombres deben tener el pelo corto, volviendo a justificar, de paso, el papel subordinado de las mujeres respecto de los hombres con el mito de Adán y Eva:
“Pero quiero que sepáis que Cristo es la cabeza de todo varón, y el varón es la cabeza de la mujer, y Dios la cabeza de Cristo. Todo varón que ora o profetiza con la cabeza cubierta, afrenta su cabeza. Pero toda mujer que ora o profetiza con la cabeza descubierta, afrenta su cabeza; porque lo mismo es que si se hubiese rapado. Porque si la mujer no se cubre, que se corte también el cabello; y si le es vergonzoso a la mujer cortarse el cabello o raparse, que se cubra. Porque el varón no debe cubrirse la cabeza, pues él es imagen y gloria de Dios; pero la mujer es gloria del varón. Porque el varón no procede de la mujer, sino la mujer del varón, y tampoco el varón fue creado por causa de la mujer, sino la mujer por causa del varón. Por lo cual la mujer debe tener señal de autoridad sobre su cabeza, por causa de los ángeles. Pero en el Señor, ni el varón es sin la mujer, ni la mujer sin el varón; porque así como la mujer procede del varón, también el varón nace de la mujer; pero todo procede de Dios. Juzgad vosotros mismos: ¿Es propio que la mujer ore a Dios sin cubrirse la cabeza? La naturaleza misma ¿no os enseña que al varón le es deshonroso dejarse crecer el cabello? Por el contrario, a la mujer dejarse crecer el cabello le es honroso; porque en lugar de velo le es dado el cabello” (1 Corintios 11, 3-15)
Difícilmente puede predicarse ninguna idea de igualdad entre hombres y mujeres a partir del texto de Génesis o de las cartas de Pablo de Tarso, pese a los intentos de ciertas teólogas feministas. Ellas, como en general la teología liberal, intenta encontrar en los textos bíblicos lo que no hay: quieren ver confirmados sus prejuicios (muchos de ellos progresistas y bienintencionados) en la Biblia, pero para ello deben interpretarla de un modo tan arbitrario que acaban tergiversándola a su conveniencia.
Cierto es que entre los muchos libros que componen la Biblia, escritos por tantos autores distintos y de épocas diferentes, también hay textos en los que aparecen mujeres brillantes y heroínas. Ahí están los ejemplos de Débora, profetisa y gobernadora de Israel antes de la monarquía: “Gobernaba en aquel tiempo a Israel una mujer, Débora, profetisa, mujer de Lapidot” (Jueces 4, 4), o de Ester, liberadora de Israel y cuya historia aparece en el libro de su mismo nombre. Pero eso no justifica ninguna lectura feminista de la Biblia o en clave de igualdad entre hombres y mujeres. Lo único que muestra es una más de las tantas contradicciones de la Biblia, contradicciones normales cuando se trata de un conjunto tan amplio y heterogéneo de libros, sin nada más en común entre sí que lo que la imaginación calenturienta de los teólogos quiere ver en ellos. Pero, en general, la imagen de la mujer en la Biblia es de clara subordinación e inferioridad respecto del hombre, algo por otro lado esperable en textos compuestos hace tantos siglos en contextos patriarcales y atrasados, y por autores inmersos en dicho contexto (y evidentemente no inspirados por ningún dios, o por lo menos no por uno favorable a la igualdad entre sexos).
La perspectiva machista sobre las mujeres en la Biblia es también constatable por muchos más elementos, que no es sitio aquí de analizar al detalle. Basten como ejemplos, para acabar, los siguientes. La mujer aparece en el décimo mandamiento como una de las posesiones del varón, junto a sus esclavos y animales domésticos: “No codiciarás la casa de tu prójimo, no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su criada, ni su buey, ni su asno, ni cosa alguna de tu prójimo” (Éxodo 20, 17). Y las leyes del Antiguo Testamento admiten que los judíos rapten mujeres de otros pueblos para esclavizarlas (Deuteronomio 21, 10-14), y que tengan varias esposas y concubinas como tuvieron Abraham, Jacob o Salomón. El mismo Jesús de Nazaret no ponía reparos a la poligamia, como muestra su parábola de las diez vírgenes (Mateo 25, 1-12).
En definitiva, y en palabras del propio Jesús: “Quien pueda entender, que entienda” (Mateo 19, 12).
Andrés Carmona Campo. Licenciado en Filosofía y Antropología Social y Cultural. Profesor de Filosofía en un Instituto de Enseñanza Secundaria.